En la cuarta semana de confinamiento, cuando el mundo se había tornado triste y gris, a pesar de ser primavera, el Gobierno había recomendado que las salidas de los ciudadanos, individuales, imprescindibles y urgentes, se hicieran con mascarilla.

¿Mascarilla? Era la palabra que más ríos de tinta había hecho correr junto a la de virus, maldito virus, ese cabrón de virus que nos había igualado a todos en la desgracia, que había hecho por la igualdad más que la revolución francesa. Que no estaba mal que todos fuéramos iguales, desde luego, pero para lo bueno, no para la enfermedad y la muerte.

Después de semanas de titubeos: mascarilla sí, mascarilla no para los no contagiados, había ganado el sí, y empezó a preocuparse. En casa no había ni una mascarilla. Había intentado comprarlas en varias farmacias antes del confinamiento. Ni una, todas habían ido para China. Había realizado un pedido a Amazon a primeros de marzo que, con suerte, llegaría en mayo, si alguien no lo confiscaba por el camino.

En esos momentos, quien tenía una mascarilla tenía un tesoro. Pues nada, habrá que hacerlas en casa, pensó

Después de varios tutoriales de youtube que le aturdieron la cabeza y le encogieron el corazón —hablaban de mascarillas de estampados y colores, de topos, cuadros… como si estuvieran haciendo un vestido para una fiesta—, decidió coserlas a manos, porque encima no tenía máquina de coser.

Reunió sobre la mesa varias telas que había por casa: una sábana sin estrenar de algodón, un mantel ya un poco gastado, unas servilletas y los bajos de unas cortinas, unas tiras que le habían devuelto de lo que sobró cuando las confeccionaron hace unos meses para su reformada oficina.

Hizo la prueba que había visto en youtube. Con un desodorante en spray fue rociando una por una las telas para ver cuál era la menos permeable. Los retales de sus cortinas, sus preciosas cortinas, no dejaban pasar ni una gota de líquido.

Buscó el costurero. ¿Cuánto tiempo llevaba aquel costurero con ella? Más de treinta años. Fue un regalo de boda, un gran costurero, forrado en piel, muy completo con agujas, dedales, corchetes, metro, un huevo para zurcir, una bola mullida llena de alfileres y un sinfín de hilos de todos los colores.

El costurero se había ido llenando, además, con decenas de botones de camisas, blusas y chaquetas que recortaba junto a la etiqueta en las costuras de estas prendas cuando alguien de la familia las estrenaba.

Había también un carrete de goma negra, muy ancha para las mascarillas, pero las cortó por la mitad con mucho cuidado para que no se deshilacharan.

Y así, puntada tras puntada, con los bajos de las cortinas y la ayuda del costurero comenzó a hacer sus mascarillas de grandes rosas rojas y hojas verdes.

Salió con una de ellas a la calle para ir a comprar. Se cruzó con varias personas en su camino al supermercado. ¿Cómo era posible? Todos llevaban de esas mascarillas sanitarias blancas o verdes menos ella.

Se miró en un escaparate sin luces, uno de tantos de aquella ciudad solitaria y marchita. Su mascarilla de flores resaltaba en aquella ciudad más gris que nunca y ponía color a la vida y a su alma. Sonrió, aunque no pudo ver su sonrisa bajo aquellas dos capas de cortina.