¡Hola! Entramos en la tercera semana de confinamiento y mis cuentos piden salir en el blog, se atropellan en mi memoria y se pelean para llegar primeros y formar parte de la serie «Relatos para aliviar tiempos difíciles». También ellos quieren ser útiles y entreteneros un rato. Poco más que decir, que crece la preocupación por esta pandemia y que mucho ánimo y fuerza para todos, que estar aislados es muy importante y nada penoso, que lo que duele hasta desgarrar el alma es ser testigos impotentes de tanta muerte y tanto drama. El relato que publico hoy, «La espada del Capitán Trueno», lo escribí en los años 90 y me gusta mucho, porque describe cómo pensaba y se sentía una muchacha en esa década. Besos y cuidaos mucho.
La espada del Capitán Trueno
No, esto no me puede pasar a mí. No, hoy no. Nada, la puerta no se abre. Empujo y empujo, pero al otro lado debe haber un muro de hormigón. ¿En qué piso estaré? En el cuarto, tal vez en el quinto. Este trasto no se puede haber quedado colgado. Por favor, con las cosas que tengo que hacer hoy, y ya iba con retraso.
Se ha ido la luz y la alarma no funciona, menos mal que se han encendido las luces de emergencia. ¡Qué mala suerte!, el edificio no tiene portero y nadie sabe que estoy aquí, pues no he llamado a ningún timbre del portal. Justo he entrado cuando salía uno de los vecinos.
Bueno, al menos no tengo claustrofobia. Desde que tengo uso de razón he luchado por hacerme la fuerte. Recuerdo que en el colegio me ponían enferma las chicas que gritaban cuando algún insecto se colaba por las ventanas de la clase; y en la oficina, no soporto los chillos histéricos cuando se escucha el ronroneo de algún ratón cerca de la máquina del café. Quizá porque durante años quise ser un chico, y deseé con todas mis fuerzas acostarme y levantarme al día siguiente convertida en el Capitán Trueno.
No sé muy bien por qué, tal vez porque de niña yo pensaba que las cosas más interesantes les sucedían siempre a los hombres, y que las mujeres eran personajes secundarios de esta película que es la vida. Por ejemplo, en los westerns o en los largometrajes de espadachines, ellas eran un mero adorno, una pura comparsa. Ellos eran los que luchaban, los que se batían en duelos, los que cruzaban fronteras y, sobre todo, los que elegían. Ellos elegían siempre. Escogían a la muchacha -la buena o la mala-, pero elegían. Ellas solo tenían que sentarse a esperar, en la hamaca del porche o en la torre del castillo.
Son las cinco. Llevo media hora aquí atrapada. No, no tengo claustrofobia, pero hoy sé que tampoco soy una chica dura. No, al menos, como los protagonistas de aquellas películas. Lloro por nada, sufro por nada. Soy tan vulnerable… y yo que me creía la dueña del mundo, pero el mundo es demasiado grande y solo pueden abarcarlo sin dañarse los más fuertes.
¿Qué haría ahora el Capitán Trueno? Quizá cogería su espada con las dos manos y, al grito de Santiago y cierra España, golpearía con su acero esta puerta de metal, y un ruido atronador alertaría a los vecinos de que algo extraño ocurre en la escalera, en el hueco del ascensor.
Pero la vida te exige ser fuerte —solo salen adelante los fuertes— y, además, ser femenina. Con los años he aprendido que ambas cosas son compatibles, que no es necesario llevar una coraza por fuera, porque el armazón más duro es el de dentro, el que se lleva cerca del corazón. Malditos tacones, no los aguanto más. Me voy a descalzar ahora que no me ve nadie. Mis dedos, aprisionados entre las medias y el zapato, quieren ser libres. Los tacones nos deforman los pies, nos sacan juanetes. Y si hay algo que no puedo soportar es la idea de tener que operarme de juanetes. Creo que los tacones los inventaron los hombres para alejar de ellos a las mujeres, para que siempre anduviésemos un paso detrás, temerosos de que si partíamos desde el mismo punto, podríamos llegar antes.
Ya son las cinco y media y aún no ha vuelto la luz. Si no grito, nadie sabrá que estoy aquí, pero no me apetece chillar como una loca. Me sentaré en el suelo y esperaré a que se reanude la electricidad. No tardará. Voy a perder al menos las dos próximas entrevistas. Ya me he jugado cinco mil pesetas. Bueno, me voy a recostar en la pared e intentaré relajarme. Hoy no me ha dado tiempo a comer más que un pincho de tortilla de patata, de pie y en cinco minutos, así que estoy agotada.
Me he quedado colgada, sí colgada, como la mayoría de los mortales. Yo siempre había pensado que esas faenas de la vida le ocurrían a las personas tristes, aburridas, grises, y que yo era distinta. Me he pasado la vida intentando ser distinta, creyéndome diferente. Pero, distinta a qué, a quién. Luego, conforme han pasado los años me he dado cuenta de que lo difícil no es ser distinta, porque nacemos así, ninguna persona es igual a otra. Lo realmente complicado es ser una misma: consecuente, coherente, íntegra y digna.
Van a dar las seis. Voy a mirar la agenda, a ver si puedo pasar dos entrevistas a mañana. Pues sí que tenía hoy el día cargado: cinco encuestas, a media hora cada una, y una hora para cada uno de los desplazamientos. Bravo, de un lado a otro de la ciudad. Tres de ellas eran para la tarde.
Uff, se me había olvidado, tengo que salir de aquí como sea. A las nueve he quedado a cenar con Pedro Ortega, mi compañero de la Facultad. Ahora es el redactor jefe del periódico Noticias y el otro día me insinuó que podía conseguirme un buen empleo. No me fío demasiado de él. Ha sido siempre tan arrogante y prepotente, por no llamarlo abusón. El otro día me lo encontré en la presentación de un libro y me dijo: «quizá tenga un trabajo para ti, el trabajo de tu vida». No sé, no me quiero hacer ilusiones. Iba con unas cuantas copas de más. Lo sorprendente es que esta mañana me ha llamado muy temprano para confirmar la cita. Bueno, no pierdo nada con averiguar qué quiere. Si no me interesa, sólo tengo que decirle que no. Al menos, no quedamos en su casa como pretendía, sino en un restaurante, en un terreno neutral, así no me pasaré parte de la cena esquivándolo, ni malgastaré mis energías parando sus manos.
Pasan de las siete y la luz no regresa. Voy a comenzar a gritar. Los niños ya han salido de los colegios y alguna madre tendrá que haber por la escalera.
—Por favor, ¿me oye alguien? Estoy aquí, encerrada en el ascensor ¿Hay alguien ahí?
No se oye nada. Este edificio parece estar desierto. Es mayo y hace un buen día. Todo el mundo debe estar de paseo, pero tendrán que regresar a sus casas a cenar, digo yo. Menos mal que este ascensor es de los viejos y no cierra herméticamente. Parece que el aire circula por cada una de sus esquinas. La pena es que es de madera y metal y apenas tiene zonas acristaladas.
—Por favor, me he quedado colgada en el ascensor. ¿Hay alguien al otro lado?
No quiero perder los nervios. A la memoria me vienen los versos de no sé qué poeta: «Si logras que tus nervios y el corazón te asistan aun después de su fuga de tu cuerpo en fatiga, porque tú así quieres, ordenas y mandas; si nadie que te hiera llega a hacerte herida…»
Uy, parece que esto se mueve. Gracias a Dios ha vuelto la luz. El ascensor sube. Se ha parado en el sexto, en el último piso, la puerta se abre y yo no acierto a ponerme los zapatos a tiempo.
—Era usted la que gritaba ¿verdad? Llevo unos minutos pulsando el botón, pero el ascensor no funcionaba. Iba a llamar por teléfono al cerrajero cuando ha venido la luz.
—Ay, gracias por ayudarme a salir de aquí. ¿No será usted el vecino del sexto?
—Pues sí, yo vivo en el sexto.
—¿Es Adolfo Gutiérrez?
—Sí, el mismo.
—Vaya, pues yo soy la de la encuesta, o lo que queda de ella. Habíamos quedado a las cuatro y media.
—La he estado esperando, pero como no venía, he bajado a hacer la compra. Cuando subía por las escaleras la he oído gritar.
—¿Tiene media hora? Así podríamos terminar lo que he venido a hacer y, de este modo, la tarde no sería tan aciaga.
—Sí, tengo media hora y lo que necesites. Pero no nos hablemos de usted. Vamos a casa. Estaremos más cómodos
—Gracias.
—¿Te sirvo una copa para que te repongas del susto?
—No, no, gracias. Las preguntas van rápidas. A ver. Varón, 35 años, Ya sabe, le informé por teléfono. La encuesta, promovida por la editorial Universo, la que cuenta con más publicaciones en España, está realizando un estudio sobre los hábitos de lectura de los españoles.
—Sí, sí, pregunta, pregunta, y no me hables de usted.
—¿Casado o soltero?
—Divorciado.
(Bueno, bueno, no se parece al Capitán Trueno, y no lleva armadura, pero tiene una sonrisa que desarma como una espada).
—Lo he pensado mejor. Aceptaré esa copa.
—¿Qué te sirvo?
—Pues, si no te ocasiono mucho trastorno, un whisky con hielo.
—No es ninguna molestia Ahora preparo dos. Ponte cómoda y relájate.
(Son las ocho. Creo que llamaré a Pedro para anular la cita. Aún lo pillaré en el periódico).
—Por favor, ¿puedo usar el teléfono?
—Sí claro, cómo no, lo que necesites.
(Bueno, ya está. Le he dicho a Pedro que le llamaré para quedar otro día, en horario de trabajo y en la redacción de su periódico. Se ha extrañado, y yo diría que hasta se ha molestado, por cancelar la cena. Me da igual. Yo tampoco soy la dulce y cándida Sigrid. Y no tengo un castillo en el que vivir esperando enredada entre sus almenas. No soy fuerte ¿o tal vez sí? Y puedo elegir.
—Esto… nos habíamos quedado en que eres divorciado ¿verdad?
Relato publicado en el libro «Los hijos del cierzo», editado por Prames (1998)