¡Hola! Continúa la serie «Relatos para aliviar tiempos difíciles» con el cuento «La leyenda de Greta Garbo». Es mi undécimo día de confinamiento por la crisis del coronavirus y, con  estos cuentos, tan solo quiero compartir con vosotros «mi tesoro», una de las cosas que yo más quiero: mi escritura. Sé que en las redes sociales hay muchas iniciativas culturales para leer, escuchar, ver… y también sé que hay gente que las critica, pero yo quiero deciros que ánimo con todas ellas, porque la creación es lo único que nos salva. Los virus no pueden con ella. Y que siga así. Besos y cuidaros mucho.

La leyenda de Greta Garbo

Era agosto. Un quince de agosto en Zaragoza con cuarenta grados. Camino hacia el periódico, el reloj-termómetro de la alta torre de Pikolín no marcaba la hora ni la temperatura. Parecía que el calor había derretido los dígitos que, veinticuatro horas antes, habían dado la temperatura máxima de aquel verano.

Para mayor asfixia, aquel quince de agosto todos los políticos se hallaban de vacaciones, y sus técnicos, y los técnicos de los técnicos. El redactor jefe se resistía a llenar la página central del periódico con una fotografía del Paseo Independencia desierto y sin coches.
          —No me creo que no suceda nada en todo Aragón gritó desde su mesa. ¿Cómo vamos a llenar este jodido periódico?

Nos llamó uno por uno para manifestarnos su angustia y su cólera.
          —Con las noticias que habéis traído no hay ni para llenar cuatro páginas, y tenemos treinta y dos, dieciséis hermosas páginas en blanco si descontamos las de nacional e internacional que van de teletipo.

Consulté mi agenda, las hojas en las que en junio había apuntado mi previsión de reportajes. No quedaba ni uno. Los había escrito y exprimido todos: las piscinas y sus peligros, la campaña de prevención de incendios, los puntos de vacaciones preferidos por los aragoneses, los consejos para tomar el sol, el camping de Zaragoza, el turismo de paso en la capital aragonesa, los pueblos abandonados… La noticia de aquel quince de agosto era que no había noticias.

De repente, en medio de la redacción, escuché mi nombre, mi nombre entre alaridos.
          —Víctor, Víctor Peiré, ¿has traído hoy el coche?

Recordé la última vez que el redactor jefe me había hecho esta pregunta, a finales de julio, y crucé los dedos para que no hubiese ningún otro incendio que cubrir. Mi coche aún olía a humo.
          —Pues lárgate con el fotógrafo a Sos del Rey Católico, y me enseñó el recorte de un periódico de la competencia, apenas quince líneas fechadas el día anterior en las que se hablaba de una extraña dama, una hermosa y elegante mujer en la que algunos vecinos habían reconocido el rostro de Greta Garbo.
          —Quiero que esteis de vuelta a las nueve.  ¡Ah! y os esperan dos páginas, las centrales. Apañarósla como podáis, pero quiero el reportaje de la Garbo.
          —¿Y si no es Greta Garbo? —me atreví a sugerirle.
          —Pues la disfrazáis —me contestó.

Yo, que nací en Madrid y que, aún no sé cómo, había ido a parar a hacer prácticas a este periódico de Zaragoza, muy progre, cultureta y, la verdad, lleno de buen periodismo, pero con recursos y tirada limitada, nunca había estado en Sos del Rey Católico. Confié en Daniel, en el fotógrafo, en su conocimiento de Aragón, y le puse en la mano las llaves de mi coche, de mi pobre coche que aún arrastraba las huellas del polvo y las cenizas de nuestra última excursión.

El breve artículo de prensa, que me había mostrado el redactor jefe, decía que la presunta Greta Garbo se alojaba en el parador nacional, que se había registrado como la señora Perkins y que era tan enigmática como rica.

Llegamos a Sos y me impresionó su extraordinario conjunto histórico-artístico. Parecía una ciudad medieval que se resistía a crecer. Sus murallas, sus torres, sus puertas fortificadas emanaban paz y silencio, quizá el silencio que una diva, una mujer que en repetidas ocasiones había declarado que quería estar sola, había buscado.

Fuimos al parador. Y allí, los vecinos de esta villa nos confirmaron parte de la leyenda que andábamos buscando.
          —No es el primer verano que viene, pero apenas habla con la gente del pueblo. Hace dos temporadas, otros turistas americanos que se alojaron en el parador dijeron que tenía un extraordinario parecido a la actriz. Hablaron con ella y se marcharon convencidos de que era Greta Garbo, pero ella nunca se ha registrado con ese nombre. Una vez le preguntamos si era actriz, pero ella se limitó a sonreír.

Los vecinos nos estaban contando detalles de la misteriosa mujer, de sus frecuentes excursiones por las Cinco Villas, de los distintos coches que tenía —cada verano, decían, había venido en un vehículo distinto y un chófer diferente—, cuando apareció ante nuestros ojos una mujer de unos ochenta años, de apariencia culta y refinada. Me llamó la atención su melena blanca, demasiado larga para su edad, y las grandes gafas de sol que se empeñaban en tapar sus ojos.
          —Esa es, esa es la señora Perkins —comentó el vecino que estaba a mi lado.

Greta Garbo, tenía que ser Greta Garbo, avanzaba hacia nosotros sin mirarnos. De repente se quitó las gafas para buscar algo en su bolso, quizá la llave de su habitación. La iba a llamar por su nombre, por su nombre de leyenda, por aquel nombre que ella quería olvidar. Pero algo me retuvo.

Pensé que si Sos era su retiro secreto, yo no era quién para delatarla. La hermosa y gran actriz, que se había retirado a los 36 años, solo había pronunciado repetidamente una frase desde entonces: “I want to be alone” (quiero estar sola). La miré fijamente. Veía su perfil: su cara angulosa, sus labios marcados. Y recordé su mirada clara, impenetrable, perdida en la inmensidad del mar y clavada en el horizonte del último plano de su película «La reina Cristina de Suecia». Aquella inolvidable mirada.

No parecía mi voz cuando la llamé, pero no fue el nombre de Greta el que pronuncié, ni tan siquiera el de Miss Perkins. Solo dije:
          —¡Cristina!

No quiso regalarme su mirada desnuda, aquella que cuarenta años atrás no había manera de retener en los límites del encuadre de una cámara de cine. Se puso las gafas, se volvió hacia mí, sonrió y se alejó. Lo hizo con delicadeza, con la levedad de un hada. Entonces me acordé de Bécquer, de su leyenda «El rayo de luna» y sentí que, como su caballero Manrique, yo también debía describir la personalidad y el alma de una mujer tan sólo con una visión fugaz. También debía dar vida a una leyenda.

Daniel le hizo fotos en su breve recorrido hacia nosotros, cuando ella aún no había advertido nuestra presencia. También tomó imágenes del parador y de los rincones más bellos de la localidad.

Cuando llegamos al periódico eran las diez de la noche. El redactor jefe nos preguntó:
          —¿Era o no era Greta Garbo?
          —Las fotos nos lo dirán —contestó Daniel orgulloso.

Eran cerca de las doce de la noche. Todos mis compañeros ya se habían ido, incluso el redactor jefe, que nos había abandonado a nuestra suerte, a nuestra buena suerte. Me faltaban apenas dos líneas para terminar mi reportaje, cuando Daniel salió del laboratorio perplejo y preocupado.
          —¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? No han salido Víctor. No hay imágenes de Greta Garbo. Se han velado justo las fotos en las que tenía que aparecer ella.

Creo que no me inmuté. Era demasiado tarde para desesperarse.  Concluí mi artículo: «Greta Garbo, ayer como hoy, en Hollywood o en Sos del Rey católico, ha sido siempre un rayo de luna, un misterio difícil de desvelar, una leyenda que sobrevive al tiempo y al olvido. Apañé gráficamente las dos páginas como pude, con imágenes de la hermosa villa en la que nació Fernando el Católico y, en el centro de ambas, la imagen que encontré en la enciclopedia de cine de Greta Garbo en la película “La reina Cristina de Suecia”, una mujer esquiva y lejana, fría y serena, tal y como yo la había visto aquel 15 de agosto.

Relato publicado en el libro “Historia mágica de Zaragoza y su provincia”, editado por la Diputación de Zaragoza y El Periódico de Aragón.