Fue uno de los días más felices de su vida, un gran día en medio de la pandemia, la enfermedad y la muerte. Pero ella miraba su mesa, con sus hijos, y no dejaba de sonreír. Habían llegado a la fase 1 de la desescalada y ya se podían celebrar reuniones de no más de 10 personas.
Había preparado la mesa el día de antes, con la mayor separación posible entre silla y silla, y no los besó ni abrazó, pero a golpe de mascarilla y de dos metros de distancia, había aprendido a besar con la mirada.
Habían hablado mucho durante estos dos meses separados, por teléfono y videollamada, pero verlos ahí tan cerca le llenó el alma.
Sus hijos hablaban, reían, contaban sus aventuras en la cocina, mostraban fotos de diversos platos, le recomendaban perfiles de postres y fitness para seguir.
Ella sufría por los tiempos que les estaban tocando vivir. Habían tenido que anular sus viajes, interrumpir sus trabajos después de tantos años de estudio, habían renunciado a las cenas y reuniones con amigos, pero dentro de toda esta gran crisis, estaban descansados, relajados y felices. Habían sacado lo positivo de la misma, vivían el día a día y no se angustiaban con el futuro. El confinamiento les había sentado bien.
Lo importante es que eran jóvenes y estaban sanos, y que tenían muchas ilusiones y proyectos. El maldito virus no había podido doblegar sus sueños. Sus hijos le estaban dando una gran lección. No necesitaban tanto para vivir y ser felices. Ella, ya cercana a los 60 años, tenía aún tantas cosas que aprender…
Foto: Hace ya diez años…