El Gobierno había decretado la prórroga del Estado de Alarma hasta el 24 de mayo, lo que suponía en su caso un confinamiento de 72 días, dos meses y medio de vida y proyectos interrumpidos, suspendidos. No le importó. Aún tenía que hacer muchas cosas: terminar dos cursos de formación online, reorganizar los álbumes de fotos y grabar para llevar a imprimir, en cuanto se pudiera, las imágenes de varias vacaciones que se había quedado atrapadas en diversas memorias de cámaras y móviles, y alguna que otra tarea imposible más que ahora no recordaba pero que tenía apuntada en su agenda.
El primer mes de confinamiento había estado totalmente bloqueada. Había tenido que cerrar su gabinete de comunicación y le había costado mucho ubicarse en el mundo de la cuarentena, sin ver a la familia, sin salir a andar por las mañanas, sin ir a reuniones, al teatro, a presentaciones literarias, a ver exposiciones, a tomar café con las amigas, a las cenas de los viernes… Su vida se había venido abajo.
En el segundo mes estaba muy activa, eso sí, siempre dentro de casa. Además, habían entrado en una desescalada del confinamiento con un plan en fases para la transición hacia la nueva normalidad que le permitía salir a pasear una hora con su marido no más allá de 1 kilómetro de casa y a determinado horario.
Estaban en la fase 0 y, dependiendo de la evolución de la pandemia, el día 11 de mayo entrarían en la fase 1, en la que, entre otras cosas podría reunir a sus hijos y celebrar el cumpleaños de uno de ellos el día 13, en el jardín, al aire libre y respetando la distancia física.
Pues ese era ahora su objetivo, su ilusión, una meta a corto plazo, un sueño cercano, tan cotidiano antaño pero ahora tan excepcional y mágico. Intuía que a partir de entonces, cada acto: ir a pasear por la ciudad, mirar escaparates, comprar un libro, tomarse un café en una terraza… iba a ser como un pequeño milagro; sobre todo, ver salir el sol cada mañana.