PHOTO BY JAY BROOKS/COURTESY OF HARPERCOLLINS AND CAMERA PRESS LONDON

¡Hola! Como la mayoría de los que me leéis, llevo confinada en casa desde el pasado viernes. La literatura (la escritura y la lectura) cura muchas soledades, al menos a mí me ha salvado de ella en muchas ocasiones, también de la locura y del vacío. Por ello, ya que me veo obligada a estar en casa porque mis clientes han tenido que cerrar sus puertas, he decidido publicar los lunes y los jueves uno de mis relatos en este blog, para quien lo quiera leer. «Relatos para aliviar tiempos difíciles». Sé que hay muchas obras maravillosas para leer en el mundo y que este es el momento de ponernos al día, pero quiero dar algo de mí en este momento de crisis, compartir de forma libre y gratuita mi tesoro, que es la escritura. Ahí va el primero, un relato en el que mezclo literatura y periodismo, acontecimientos reales vertidos en un cuento. Espero que os guste. Besos y cuidaros mucho.


Bajo la furiosa mirada de Terry Gilliam

Nunca olvidaré mi primera crónica sobre un gran rodaje. Como tampoco olvidaré la furiosa mirada con la que nos obsequió Terry Gilliam, cuando descubrió que dos intrusos se habían colado en su película; ni a Daniel, mi compañero fotógrafo, con la cámara oculta en su cazadora haciendo fotos mientras bajaba su cremallera durante unos segundos, como si se tratase de un exhibicionista que va a mostrar sus encantos. La suerte, quizá la de los principiantes o la de los osados, hizo que aquellas fotografías fueran las más impresionantes que se publicaron en prensa sobre el rodaje de la superproducción más cara hasta entonces del cine europeo.

Belchite, el pueblo viejo de Belchite en la provincia de Zaragoza, testigo mudo y abandonado de uno de los episodios más crueles de nuestra guerra civil, había sido el escenario escogido por el director británico Terry Gilliam para recrear las peripecias del barón de Münchhaussen, en una película que era una extravagante fantasía cómica ambientada en el siglo XVIII, en la que participaban más de un centenar de técnicos y cerca de quinientos extras zaragozanos, mínimos e indispensables protagonistas de un rodaje no menos surrealista que la misma historia de la película.

Llegamos a Belchite a duras penas, montados en el cuatro latas color butano de Daniel y, tras sortear con las más insólitas mentiras los dos controles, ubicados estratégicamente a diez y cinco kilómetros del escenario. Si citábamos la palabra prensa, estábamos perdidos.

            —Somos dos extras de la película y hemos perdido el autobús que nos debía traer desde Zaragoza —decíamos del modo más convincente posible cada vez que nos paraban.

La plaza de aquel Belchite en ruinas parecía una auténtica torre de Babel, con el ir y venir de decenas de técnicos (ingleses, italianos, americanos, alemanes, españoles…) que debían convertir este escenario en una ciudad centroeuropea, invadida por los turcos. Alguien le propinó entonces una patada a un bote de coca-cola, para borrar todas las huellas del siglo XX en un decorado que pretendía ser del XVIII.Terry Gilliam, que llevaba un sombrero de paja en la cabeza y un llamativo jersey a rayas de vivos colores, había dado orden de que todos se preparasen para la acción, cuando un silencio sepulcral se adueñó de aquel pueblo viejo y disfrazado, que comenzaba a vivir en sus propias piedras y en las carnes de sus gentes una apasionante aventura. No llegó a pronunciar la mágica palabra. Daniel, apostado tras uno de los equipos de técnicos, los encargados de portar un gran foco, se había dejado llevar por su entusiasmo y disparaba sin cesar su cámara que ya comenzaba a recoger imágenes sorprendentes.

La mirada de Terry Gilliam fue fulminante. Extendió con fuerza su brazo, y yo sólo veía su dedo índice apuntar hacia Daniel. Dos energúmenos se dirigieron hacia él y le «invitaron» a abandonar el rodaje, amenazándolo con quitarle la cámara si no se largaba de allí.

Daniel se fue, o hizo como que se marchaba, mientras yo me escondía tras los extras ataviados con harapos y sucios ropajes. Todos volvieron a colocarse en su sitio y a la palabra acción, el director de casting movió a una masa de gente (al menos un centenar de personas) cuya única misión era la de revolver entre los escombros, quizá para buscar alimentos o enseres, porque al parecer los cascotes procedían de un semiderruido palacete en el que otros extras, ataviados con sedosas ropas gritaban desde un balcón. Los técnicos no paraban de decir «Más humo, hace falta más humo». Detrás del palacete se estaban quemando ruedas de caucho, y nunca parecía llegar la toma perfecta, hasta que a la décima repetición, los gritos de las mujeres ahumadas se iban quedando afónicos.

Terry Gilliam volvió a parar la acción. Al desplazarse los extras, tras los cuales yo me había refugiado, al centro de la plaza, me quedé al descubierto. Mi chubasquero blanco llamaba demasiado la atención y me delataba el cuaderno en la mano. No di tiempo a que nadie viniese a por mí. Me bastó sentir sobre mí la mirada aún más furiosa de Gilliam para salir disparada como alma que lleva el diablo. A la espalda del director británico, en lo alto de un montículo de tierra, Daniel agitaba los brazos llamando mi atención, mientras me hacía la señal de OK con la mano. Por su gesto, deduje que no le habían quitado la cámara y que había podido hacer las fotos que él quería.

Cuando salí del lugar de los focos y del humo, me di cuenta de que hacía frío. Comenzaba a llover. Los tres mil millones de pesetas del presupuesto de la película no habían podido prever el mal tiempo en este primer día de rodaje. Ya me alejaba del escenario de la acción, cuando me arrolló un batallón de soldados que se marchaban a hacer footing entre los descansos de una escena y otra para entrar en calor. Por el camino me encontré a uno de ellos, un muchacho que se daba masajes en sus torturados pies porque en el vestuario le habían dado unas botas de dos números menos al que él calzaba. Con cara de sueño y frío (se había levantado a las cinco de la mañana para coger el autobús de los extras), me dijo:

            —No sé si soy un soldado turco o austriaco. Solo sé que en medio de todo he tenido suerte en el vestuario, porque al chico de Zaragoza que venía conmigo en el autobús lo están ahorcando ahora.

Busqué a Daniel y me subí con él a la loma. Terry Gilliam había comenzado a rodar una nueva escena. Frente a la iglesia habían colocado un patíbulo y dos enormes sogas rodeaban el cuello de dos hombres, mientras un enano, encaramado en lo más alto, se mofaba de ellos y los golpeaba. El director británico no tuvo piedad. Ordenó repetir la escena al menos una docena de veces. Entre toma y toma, algunos técnicos piadosos se apresuraban a ofrecer sus hombros para que se apoyasen en ellos los pies suspendidos de los extras condenados a muerte, a la par que le daban masajes en las axilas al enano que se colgaba del patíbulo.

Después se rodaron otras escenas como la que protagonizaba un joven famélico que debía arrastrar un arcón de un lado a otro de la plaza, con entusiasmo la primera vez y exhausto tras las sucesivas repeticiones. A la orden de corten, Terry Gilliam había conseguido, con toda seguridad, la toma del agotamiento perfecta.

Hacia las cinco de la tarde, pese a las numerosas personas de seguridad, los vecinos de Belchite se fueron arremolinando en las inmediaciones del rodaje, mientras bajaba el rendimiento de técnicos y extras. El primer día del rodaje tocaba a su fin. La noche estaba cerca. Los tres mil millones tampoco podían alargar el día. Daniel tenía sus fotos y yo guardaba en la memoria los interiores de una superproducción y de un pueblo en ruinas.

Relato publicado en el libro «Los caballos no compran periódicos», editado por la Asociación de Periodistas de Aragón.