Hoy, 13 de febrero, comparto el cuento «La llamada de la radio» del libro de relatos «Historias de tres mujeres con sombrero rojo», del que soy autora junto a Pilar Aguarón Ezpeleta y Marta Navarro. Mi homenaje a este medio de comunicación que cura soledades.

 

De las bandas sonoras que acompañaron mi infancia, además de los trozos de zarzuelas y romances que cantaba mi madre, y que a mí tanto me gustaba escuchar, y de los discos de Ray Conniff que ponía mi padre cuando llegaba a casa, la que siempre estaba con nosotros era la de la radio.

La radio sonaba con fuerza en todos los hogares, especialmente por la mañana cuando la tele comenzaba su emisión por la tarde-noche, y se colaba por las calles en un tiempo en el que la gente vivía con las ventanas abiertas.

La música, los partes, las radionovelas, los anuncios, los discos dedicados, el carrusel deportivo me perseguían por todos los rincones de la casa: el salón, la cocina, el baño, el dormitorio de mis padres con aquellos transistores y radio-casettes que se instalaban en cualquier lado.

Crecí escuchando la radio, con novelas como “Simplemente María” y “Lucecita”, que oía en verano después de comer, sobre todo en casa de mi abuela, y de las que aún recuerdo la melodía que anunciaba cada capítulo. A esa hora no se podía hacer ni un ruido.

             —Pero yaya, es que tengo que hablar contigo —le pedía yo.

             —Calla solo media hora, o ve a echarte la siesta —me contestaba.

Entonces yo aprovechaba para bajar a la calle y jugar en el portal con Juli a los cromos, entre susurros. Hasta las seis de la tarde no podíamos jugar al balón, ni a la cuerda, ni cantar. Los vecinos se echaban la siesta y menudo genio tenía una tal Anita.

              —¿Entre los pecados más gordos no está el de molestar?, porque vosotras vais a ir al infierno —nos gritaba desde la ventana.

Una tarde no hubo siesta. Ahí estaba toda la familia, pendiente de la radio y del teléfono. Mis abuelos, mis padres, mi hermano y yo. El teléfono estaba colgado en la pared del pasillo de la casa de mis abuelos, colocado a una altura a la que no llegaban mis manos de niña, porque solo se utilizaba para temas muy urgentes o importantes, llamar al médico o a los tíos de Pamplona y Barcelona.

Era muy protagonista y muy serio aquel teléfono, pero ese día, mucho más. Iban a llamar de la radio para que mi madre participase en un concurso que patrocinaba el detergente Tu-Tú, en el que podía ganar muy buenos premios. Su carta, con los cupones de cartón del mítico jabón, había sido seleccionada en un sorteo.

Sonó el teléfono y mi abuela cerró la puerta de la salita para escuchar la radio, que había colocado en el centro de la mesa de camilla, y dejar a mis padres solos y tranquilos en el pasillo.

Una voz solemne y penetrante, pero a la vez muy familiar, porque se escuchaba todas las tardes en mi hogar, justo después de la radionovela, saludaba a mi madre.

            —Y ahora vamos a hablar con la persona que ha enviado la carta que ha sido seleccionada esta semana para concursar con nosotros. Ya la tenemos al otro lado del teléfono. Hola…

No sé qué más le dijo. Solo recuerdo a mi madre diciendo:

            —El 7, elijo el número 7.

Y la alegría y alborozo a un lado y otro del teléfono. Había ganado un crucero por el Mediterráneo.

Aquel viaje figuró entre los mejores recuerdos de mis padres, que desgranaban en las reuniones familiares una y otra vez..

Un jabón sin lavadora, un teléfono negro y brillante, y una mítica voz de la radio les dieron a mis padres momentos de felicidad durante años.

¿Cómo no iba a amar a la radio, que curaba soledades y había hecho tan feliz a mi familia?